I.
Abrir la persiana y medir el día. Hoy que no llueve, hoy que es invierno, lo mejor es cultivar la luz con mediación de la ventana. Cuando lo pienso, esto no es más que un terrario. Y si acerco el ojo, perfilan las hormigas, picando por allá, arrastrando por acá o muriendo bajo la lupa. 

II.
La vista insistente, la destellante, recorre buscando los recovecos: esa línea discontinua que une balcones con cielo, figuras y cortinas, edificio tras edificio. Pero la ciudad, la ciudad en estampa es pura arista, y su atardecer, en el horizonte, un muro rojo sin fracturas. No es fácil, entonces, pincharse los dedos o sangrar de a curitas, mientras la noche depone sus antenas, y sólo a lo lejos, muy a lo lejos, se distinguen vértices, o el abismo prendido, el puro vacío inundado de estrellas.

III.
Despertar no implica para nada indagar la mañana. También está despertar por despertar, por hartazgo de soñar mucho. Despertar sólo por callar el taladro, los andamios, o el revoque del destino. Despertar por fisgón, despertar por si las moscas. Despertar para andar durmiendo o arrastrar pantuflas, siendo inconducente, el despertar de la culpa. Despertar por no decir otra cosa, sin siquiera abrir los ojos.

Preferible ser vespertino, aunque a veces se lo padezca. Cavernoso tras las persianas, diferido a los transeúntes, o amante de la basura. De todos modos, ni de día ni de noche se filtra el infinito por los pasillos. Mucho menos se encuentra una multitud agolpada, escondiéndose en la próxima esquina.




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