Yo
pertenezco al hábito de fumar. También pertenezco a la generación tardía del
pucho. Nunca estuve en la cresta de la ola, posando a la vuelta del colegio con
los chicos malos y la tos rebelde. Y cuando lo hice, a los veintiún años, empecé
por los cigarrillos más ñoños, con ese fuerte sabor a mentol que disuelve todo
el estoicismo del tabaco. Amaba, sin embargo, los días de niebla. Soplando
vapores por la boca y viéndolos subir por el pelo, entendía mi adolescencia, su
fuerte capacidad para el hipnotismo, mientras desvanecían los nubarrones.
Hoy
que hubo niebla a la mañana, caminé las calles padeciendo el frío, y mientras
la mano se me congelaba y el rocío castigaba mis huesos, me pareció inútil
seguir fumando, sin distinguir una exhalación de otra. Una absurdidad del
momento me imaginó fumando caños de escape, finiquitando en pitadas la chimenea
de una fábrica. Por algún motivo, me dije, parece un sueño el tiempo, cuando el
humo es gris y, también, blanco.
El
invierno arruina desproporcionadamente la experiencia de fumar. Que se te
entumezca la mano se da por sentado, pero que te echen de las confiterías... me
huelo los dedos y en parte entiendo que el quiosquero me venda el paquete con
una mirada de juicio en los ojos. En parte sé que me lo merezco: una impotencia
hoy, una amputación mañana. Otra vez, quedé rezagada. Los que me asediaron en
los boliches, los que me quemaron el vestido, son orgullosos ex-fumadores
ahora, perfumados hasta el traste. La pasaron y hoy la cuentan, populares, como
siempre.
En
casa tengo a otro fumador, vieja escuela. Recuerda con nostalgia haberse fumado
un cigarrillo en el aula de la facultad, en el Mc'Donald's, en el colectivo, en
el hospital y, acentuando el misticismo, ¡hasta en los aviones!, me dice. Yo me
río. Un poco porque pienso en lo irrisorio y un poco porque me siento vieja.
Tuvimos que llegar a un nuevo acuerdo hace unos días. En la casa no se podía
más. Fumábamos como sapos y del humo regurgitado fumábamos todo el resabio.
Fumábamos de la cortinas, de la campera y en el baño, nos fumábamos las
sábanas, el cielorraso y el desayuno, nos fumábamos mutuamente en el beso a la
mañana, un pucho para salir a trabajar, uno por cada codazo, y dos si no cambia
el semáforo. No se podía más, porque entre fumarse el malhumor del otro y yo
que abría la ventana, era fumarse la neumonía o fumarse bien el vicio.
Nos
costó encontrarle la vuelta, él es como yo en un punto, medio lerdos los dos en
los grandes cambios. La primera vez que salimos al lavadero nos pareció
bastante ridículo, nos miramos las caras en el cubículo y, mientras
esquivábamos medias mojadas, nos imaginamos vecinos y exhibicionistas,
manteniendo conversación desde un patio interno. Pronto nos olvidamos y el oído
ajeno quedó tan lejos, como lejos quedaron la cocina, el living y el cuarto.
Hubo momentos en los que la casa nos dio un recreo, riiiing y corríamos al
lavadero, riiiing y volvíamos al calor de la estufa.
Hace
un rato lo veía, a él, allá, en el patio, medio posando y hablando por
teléfono. Se había acomodado, naturalmente, entre el lavarropas y el banquito
enano. Yo, de este lado, pensaba, así se debe ver el exilio. Pero tan propio
pareció el nuestro, tan nuestra fue la pecera, que supuse justo acercarle un
café y, entre esas cosas que uno hace, dibujarle en la puerta de vidrio, un
corazón de vapor, un corazón negro negro, con el mucho alquitrán de los años.
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